sábado, 29 de octubre de 2011

Letras

Perreo intenso, culo fuera, mami beibi y otras parejas de palabras eran el tema en las canciones que me torturaba oír un cholo con su música a todo volumen, en pleno vagón de tren. Además el vagón va atascado de gente, así que ni siquiera podemos voltear a darle una mirada fea y agonizante a nuestro verdugo. No sé si odiarlo por condenar a la gente a oír lo que el oye, o condenarme a mi mismo porque en su lugar me importaría demasiado el respeto ajeno.
A veces me pregunto quién es más humano, el que actúa bajo principios, educación y valores o el que se acerca ignorantemente a un paso de la total libertad moral.
Para empeorar mis pensamientos, hoy es lunes. Son las 6 de la tarde. Me mudo a la casa de una completa desconocida, a pesar de ser familiar mío. Lo único que se sabe de ella es que es una prima lejana de mi madre (es decir que ni siquiera es mi familiar directo); nadie pudo decirme exactamente su edad porque al parecer sus parientes cercanos están muertos o regados por el mundo, y encima se desligó de toda comunicación con el resto la familia.

Tuve que mudarme a causa de mis estudios. La carrera de Letras no es tan costosa en esta ciudad, pero los extensos y numerosos viajes para llegar hasta aquí desde casa saldrían idénticos a los de estudios carísimos que, en fin, no puedo concederme. Así que la tal tía accedió a recibirme solo después de enterarse que debido a la universidad, yo no estaría en casa más que para dormir. No puedo negar que esa idea también me agrada.

Se detiene el tren en la octava estación desde que cambié de línea. ¡Ésta es la mía! Hasta nunca cholo, adiós mis acompañantes torturados, suerte chamaco atrapado detrás de la señora gorda en la esquina más alejada de ventanas. Me bajo, la gente de esta ciudad tiene miradas apagadas en sus rostros, caminan a toda velocidad hacia sus vacíos trabajos, sus aburridas escuelas, y carecen totalmente de cualquier dejo de amabilidad. Me empujan. Me considero un alma amable, así que no soy capaz de regresar la agresividad y abrirme paso descaradamente entre la multitud. Espero pacientemente a que se disipe la muchedumbre y pueda caminar tranquilo. No quiero que se me contagie esa prisa injustificada que poseen los citadinos. Me gusta esperar al tiempo, a que se apodere de mi, a que me dé nuevas razones para preocuparme de constantes consecuencias por mis tardanzas. Pero esperar al tiempo también me permite atrapar mejor ideas repentinas, ideas llenas de enjundia que enriquecen lo que sea que escriba. Espero tener mucho tiempo qué esperar cuando comiencen las clases.

Caminé unas 20 cuadras, disfrutando las calles que a otros les parecerían anfitrionas en la bienvenida a un barrio de mala muerte, pero a mí me gusta notar los detalles que hacen a esas calles feas, calles propias de la gente más ignorada. Tenis de distintos tamaños y colores, enredados en los cables adornan una fachada triste y sin más vida que el contraste de aquellos zapatos contra su fachada. La lluvia los ha reclamado víctimas, y poco a poco los ha ido pudriendo, al igual que los barrotes de las ventanas llorando óxido. Deprimentes edificios grises, de ventanas tan juntas entre si que dan una idea de lo reducidos en espacio que han de ser los cuartos dentro, se llenan de una embarrada de felicidad con pequeñas macetitas improvisadas en vasos de plástico usados, sus flores humildes pero rebozándose de luz.
Las pocas personas en la calle tienen los ojos de aquellos que han vivido rudamente y apenas logrando sobrevivir decentemente, pero sus palabras son amables entre ellos. ¿Me pregunto qué verán en mí al pasar? Seguro no es de por aquí, mira su cara de imbécil sonriéndole a los tenis colgantes. Sonrío más idiotamente con ese pensamiento.

- ¿Qué tanto sonríes, chaval?
Ya estaba frente a la dirección que buscaba, y una mujer menuda de unos sesenta-y-algo años me miraba completamente despectiva. Una urgente amargura se abría paso entre sus palabras, escalando su garganta rasguñando fuerte, causándole un tono aguardentoso que bien podría confundirse con una voz varonil. De rostro recto y más avejentado de lo que debía, se conformaba por el siguiente recuadro: Su nariz aguileña estaba coronada en el entrecejo por marcadas arrugas de fruncimiento, como si se encontraran permanentemente ahí desde décadas atrás; labios casi desaparecidos en una eterna mueca indiferente se encontraban secos y con algunas marcas de reciente desprender pellejitos; su cabello algo caído sobre su cara estaba descuidado, pues no parecía cortárselo ni pintárselo, así que entre cabellos muy negros había esporádicamente canas intentando reclamar suyo el territorio oscuro.

Así que mi primera impresión de la tía Justina es que es una arpía.



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